Imagínate la Luna. La arena blanca que la compone. Un soldado de plomo desfila para nadie en el borde de su mayor cráter. Sus pies se hunden a pesar de la escasa gravedad, sus ojos lloran agujas, sus labios escupen sangre. El desfile dura horas y horas, el público no es nadie, es un tedioso castigo. ¿Es una prueba? Si no lo es, no puede seguir. Para hacer más amena la marcha, se dedica a cantar una de sus canciones favoritas.
El soldadito avanza en círculos, tropieza y cae, llenándose las lágrimas de arena blanca. Pero no importa, porque en el lado oscuro de la Luna no hay ojos que valgan, todo se ve con el corazón, y el suyo es de metal fundido. El molde de sus entrañas, no pregunten por él si no les interesa. El molde de sus entrañas era un laberinto, el soldadito era muy complicado de entender en un principio, no tenía el mismo relleno que los otros soldaditos.
Cuando aún era humano, comió bombones rellenos de licor, comió muchas cosas rellenas de otras cosas, comió hasta saciarse. Pero cuanto más comía, más se daba cuenta de que él estaba siendo devorado. Cuanto más deseaba volar, más de plomo se hacía. Cuanto más quería huir de la guerra, más pesadas eran sus ropas. Cuando más quería mirar el mundo, más ciego estaba. Cuanto más quería desaparecer, más rara era su existencia. Cuando más quería amar, el acero de su corazón se fundía, hasta que dejó de tener forma de corazón. Dejó de tener forma de persona. Dejó de tener forma de soldado. Dejó de llorar hilos de metal. Dejó de buscar el horizonte, la luz y las estrellas.
El soldadito se convirtió en una pesada pelota de plomo, pero no en la Luna, sino en su casa, en su verdadera realidad. Y no pudo escapar de allí jamás.