Voy a morir. Estoy contando los recuerdos bonitos para morir alejado de la realidad de esta catástrofe. Pero con la imagen de un hombre carbonizado enfrente mía, y los olores fuertes que se mezclan en el ambiente, sé que mis últimos momentos son de angustia y miedo. De repente, he empezado a creer en Dios.
El suelo está húmedo y hay un olor intenso a óxido (probablemente de la humedad y las rejas de hierro que nos encierran). De vez en cuando, se oyen chocar las gotas contra un charco en el suelo.
La situación es la siguiente: Tras intentar escapar de un incendio en la planta baja, huimos al sótano (no fue muy inteligente por nuestra parte) a refugiarnos donde estaba la depuradora. Mientras escapamos, hay un derrumbamiento en las plantas superiores que tapona el hueco de las escaleras. Algunas tuberías se rompen y comienza a inundarse el piso.
Corremos hacia el ascensor pero en el último momento se rompen los cables de tensión y el ascensor se estrella contra el suelo, delante de nuestras narices. Una baldosa rota se me hunde en el pie.
Pues bien, la única vía de escape es el hueco del ascensor, pero el nivel de agua sube lentamente y los cables de tensión están pelados. No sabemos si tienen corriente, no sabemos hasta dónde llegará el agua, y para colmo nadie nos echa en falta porque somos ajenos al personal del edificio.
Esto se remonta a unas horas antes, cuando colocamos una bomba con resultados catastróficos. El inútil de mi acompañante no supo colocar los cables y saltaron chispas cerca de un contenedor de algún compuesto orgánico de laboratorio.
Nuestro objetivo de reventar la pared y colarnos en la cámara criogénica donde guardan las bacterias vivas ha tenido el desenlace en una explosión seguida por una catástrofe de incendio.
Las bacterias aisladas han entrado en calor y ahora se reproducen exponencialmente. La sangre de mi herida parece que atrae a este extraño cultivo, crecen ampollas amarillas en el interior del corte y duele como si estuviesen sacando los huesos del pie a fuerza bruta.
Las ampollas suben a través de mi torrente sanguíneo, dejándome sentir el dolor más intenso que jamás había experimentado antes.
Es entonces cuando miro agonizante a mi compañero.
- Mátame, por favor. Corta mi cuello con otra baldosa rota.
Y él, con su maldito acento argentino, no tiene otra cosa que decirme:
- La vida es bella, no tenés que morir aquí. Aún sos joven, resiste.
Y para ayudarme a que me ponga de pie, se agarra al cable de alta tensión, electrocutándose.