Selló el sobre lamiendo la solapa. Y me mando a mí a que lo echara en el buzón. Así, yo, bajé las escaleas, que se fueron rompiendo una a una tras mis pasos. Me sentía inútil. Ahora no iba a poder subir de nuevo.
Recuerdo cerrar la puerta suavemente tras las miradas de sus creadores. Y ahora yo, fuera, escuchaba cómo se peleaban, era igual que mi casa. Me pregunto si algún día podré alimentar un ser hecho de la mezcla de nuestras dos sangres. Me pregunto si, al igual que en nuestras casas, habrá también voces. No quiero que sea así. Para gritarle a un hijo mío, prefiero tener un perro. No entiendo en qué piensan cada vez que levantan la voz.
Cuando eché la carta, me fui a mi casa. Fui pensando en Satanás y en el Infierno, y nadie lo sabía porque todo estaba detrás de mi mirada de niña buena. Me he dado cuenta de que voy cambiando las carcasas que protegen mi ego. Antes era una caja de madera, luego era cemento, luego acero, y ahora caramelo. Pero dentro siempre está la bola de pinchos puntiagudos. Dentro, dentro... Hay lugares donde nadie llega, y mis dedos saben cómo tocar.