En lugar del arco, había un bosque inmenso de helechos espesos y oscuros, árboles de troncos gruesos cubiertos de musgo, hojas húmedas entrelazadas... El cielo era en realidad un tapiz de hojas, y la tierra era un manto de líquenes y flores violetas. El ambiente era cálido y húmedo. Me gustaba.
- En el corazón del bosque construímos un castillo feudal, con su cerco de agua oscura y sus cocodrilos.
- ¿Y con puente elevadizo?- Pregunté yo con ilusión.
- Pues sí, y de madera de roble.- Dijo alegre la sombra plateada, que creía haberme decepcionado con el bosque.
De repente, alguien se apoyó en mi hombro. Era él, que se había despertado. Le quise llevar al centro, a la ciudad. Los helechos nos hacían reverencias y se inclinaban a nuestro paso, sin embargo él no le prestó atención a ese detalle: odiaba las plantas. Enseguida me di cuenta de que los árboles se disponían a modo de laberinto y que pronto acabaríamos caminando en círculos. Sombra de Plata se perdió por el bosque y llegó a un panel de cuarzo negro. Con las llemas de los dedos, pronunció unas palabras. Los árboles abrieron un camino recto, los helechos se retiraron. Tierra húmeda y fértil delante nuestra, una carretera hacia el centro del bosque, hacia el castillo. Las violetas adornaban los bordes del sendero, salpicándolo de alegría y belleza. La grácil figura de Sombra de Plata se perdió entre la vegetación.
Tardamos unas dos horas en llegar al comienzo de una calle de piedra. Una vez sobre ésta, los árboles volvieron su lugar y cerraron completamente el camino de vuelta. En esa carretera, había un caballo de color chocolate y crines de oro. La silla de montar era roja y negra. El Dios de Ébano me ayudó a subir, y luego él subió detrás. Así llegamos mucho más rápido al castillo...