Decapitado, sostengo mi cabeza con ambas manos. Ella jamás me haría algo así, ¿verdad?
Podría ser una sirena, un hada, una demonia, lo que ella eligiese ser; aún así no imagino sus preciosos dedos estrangulando mi garganta, ni su preciosa piel manchándose con mi sangre.
No la imagino clavándome las uñas en mis ojos, no puedo imaginarla sosteniendo la daga que firmase mi muerte. Mi imaginación es extensa como el mar, aún así soy incapaz de verla haciéndome sangrar.
Ella es buena como los ángeles, su piel es como la luna y sus ojos, como el cielo nublado. Sus gestos son delicados como las líneas de su cuerpo, su expresión es serena como si siempre estuviese en paz consigo misma. El regalo de su sonrisa es precioso. Simplemente, ¿cómo iba a hacerme daño?
Pero en lo profundo de su corazón, y corriendo por sus venas, fluye algo que me inquieta. En su boca hay un manantial de veneno y su lengua me infecta cuando pasa sobre la mía. Cuando me besa me intoxica y su mirada se me clava en la memoria.
Me haces delirar, preciosa, los sueños contigo se sienten reales. Tus abrazos son ráfagas de euforia. Deseo servirte de rodillas y besar por donde pisas, quiero ser motivo de tu orgullo.
Entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro, me susurra cosas preciosas. Me dará un regalo de precio incalculable, me dará su amor en mis manos, me entregará algo que sólo podría tener yo. Me dará sentencia.
Corta mi cuello y me coloca la cabeza en las manos.
Yo jamás pensé que me harías daño.