Con una caja de cerillas quemo las escrituras de mis propiedades. Cada llama es un pincel, el humo grita de placer. El fuego se come las paredes y entra por las ventanas. Tengo en la mano un barco de papel.
Contemplo como cada metro cuadrado de mi hotel se destruye, me gusta cómo las llamas iluminan la oscuridad de la noche, cómo el calor me pone la mano en la cara y hace brillar mis ojos. Las ascuas bailan ante mis pies y me siento en la cima del mundo. Todo arde.
Los pisos van quedando en ruinas, el fuego consume los cuadros, las cortinas, las alfombras de piel. Poco a poco va derrumbándose todo, las piedras caen de lo más alto y estallan en el suelo sin dejar de arder. La tierra húmeda apaga las cenizas. Todo es un espectáculo maravilloso, el fuego es una obra de arte que danza sobre los recuerdos. La belleza puede matar.
Después de tanto fuego, ahora mi piel huele a cenizas. Recuerdo un mar helado en medio de un desierto de cristales de cuarzo, algo me está llamando desde allí. Mientras accedo, los cristales me hacen cortes en las piernas, pero no me duelen. En el aire el eco de una voz suave me abraza y el frío me traspasa la piel, helándome los huesos. Contemplo al fondo del lago a una hermosa criatura.
La piel blanca, con algunas pecas, sé que el tacto es suave y cálido con solo oler su aroma desde lejos. El pelo muy rizado, castaño claro, adornado con copos de nieve. No me atrevo a mirarle a los ojos, temo que me convierta en una estatua de cuarzo como las que veo a mi alrededor. Pero, lentamente, el deseo me puede.
Y nunca supe qué fue de ella tras huir del dolor de las agujas, qué pasó después de que el mar me diese miedo, porque si le miraba me ahogaba dentro de sus ojos. Huí definitivamente de esos cristales de cuarzo, del veneno. Me fui a vivir entre las montañas, donde el fuego no quema y la vida brilla con luz propia, alzándose junto al Sol.