4.16.2013

Castillo de arena

La marea me arrastra a la orilla dejando mi cuerpo reposar sobre sus costillas. Aunque suplique de rodillas, los milagros de Dios son tan sólo historias mal contadas.
Las piedras de la costa están heladas como el mar, la niebla suspira y solloza en silencio un canto mortal. 
La arena es blanca como la nieve, fría y suave como la sábana de seda que cubre sus labios muertos. Si mi alma va a morir, que sea al cementerio de sus dedos. Si los ojos son el reflejo del alma, lo que anhelo son diamantes tras una vitrina, y sé que no valen tanto pero seré su mejor postor.

Hace días que quemé mi hotel, y ahora, viejo y descolorido, busco dónde dejé mis debilidades. La música que escucho pasó antes por otros mares, en una botella de cristal. Y como la niebla es espesa y no me veo los pies, piso con cuidado, no me vaya a clavar un erizo de mar. Me he sentado en una piedra, abrazado a la bruma marina, el aroma de la sal haciéndome sentir todas las espinas clavadas en mis pulmones. La marea sube y baja, el tiempo se detiene, mis años tienen 122 días más que los del planeta donde hundo los pies. Y me quedo estancado en el rumor de las olas, imaginando el horizonte que deseo y que mis manos no alcanzan. El sol pestañea débilmente entre las nubes blancas, y añorando una habitación, me dispuse a construirla con arena.
Castillos de arena más bonitos se han visto, pero ninguno tenía trazada la espiral de Fibonacci en la alfombra. Tantos miedos unos encadenados a otros, timidez y recuerdos, melancolía. Miro la habitación con los ojos de un niño que enfrenta la muerte con una espada de madera.

La niebla densa está hasta en mi cabeza, me despierta por la noche y me cuenta las estrellas que aún hay en el cielo. Las que brillan con luz propia. El Sol nació en Septiembre, aún no hay nada que celebrar. Sigo escarbando en la arena por si encuentro la puerta secreta hacia el mundo subterráneo, sigo mirando al cielo por si la niebla se despeja. El viejo sol me conoce y sabe que tengo muchas debilidades.