Embistió la pared con el lado izquierdo de la cabeza. Gritó. Y volvió a embestir. Los ojos, salpicados de sangre, la nariz como un grifo de vino tinto. Un hilo de sangre llegaba hasta la boca, dándole ese sabor a hierro.
Volvió a embestir. Trataba de clavar un clavo con la sien, a base de porrazos. Pero era más bien la pared quien le clavaba el tornillo al cráneo, maltrecho.
Continuó gritando, llorando, y odiándose a sí misma. La bestia estaba furiosa, quería arrancarse la piel del pecho junto con la camisa, y comérsela. Quería gritar y llorar hasta que se quedase en silencio, hasta que alguien la comprendiese. Y la bestia, mareada, acabó vencida por el cansancio y la pérdida de sangre.
Cuando cayó al suelo, se retorcía y lloraba. Qué pena más grande, aay... Qué dolor tan intenso, aay...
Los allí presentes se reían. ¿Entonces sólo te pasa eso? Pues yo estoy a gusto conmigo mismo. Yo soy como soy, así, a quien no le guste que no mire.
La bestia que se odiaba quería irse corriendo de allí, quería ahogarse, quería convertirse en polvo. Pero ningún estado de materia quería convertirse en ella: ella era el peor.
Entonces la bestia seguía lamentándose, dándose cabezazos contra la pared, lloraba tanto interiormente que sus lágrimas ahogaban el alma atrapada, encarcelada en aquel cuerpo. Qué pena más grande, aay...