Me están saliendo costras en mi ego, piedras en el alma (¡cualquier día dejo de volar, y caigo al vacío!). Hoy he sacado a pasear al perro de mis inseguridades con una soga firme y tensa. Quiero que se muera. Quiero que cuando mañana me despierte, abra los ojos con las legañas de mis sueños, y no con las lágrimas secas de mis pesadillas. Tenía miedo a fracasar. Fracasé. Constantemente. Pero, quise ser alguien, quise crecer. No crecí, no fui nadie.
Porque este globo aerostático nunca, nunca, acaba de volar. Siempre entran dos sacos de arena, por cada uno que se va. Y si acaso llegase al final, el cielo estaría cubierto por una pompa de cristal, donde rebotaría y rebotaría. Nunca alcanzo al sol, ni en su brillo ni en su esencia.
La luna no me quiere, me hizo mitad pez y mitad mujer. Y no precisamente como una sirena, no. La luna llenó de odio uno de sus cráteres y me incubó allí dentro, fría, seca, hostil. Me abrazó con el huracán de polvo y piedrecillas, que aún tengo hasta en donde no podéis imaginar.
Me cosieron una cadenita de oro al tobillo, y el oro se oxidó, creció, se hizo una cadena que me ataba al mundo. No puedo volar, mis dedos ya no sienten. ¿Qué era aquello de dibujar tristeza? La tristeza me dibuja a mí.