Las estrellas empezaron a moverse del cielo. Aquel mundo, aquel templo, aquellos árboles, aquel Dios, todo dejó de brillar con luz propia. Las estrellas las encendí yo, el bosque estaba iluminado desde el suelo hasta las copas de los árboles. Las estrellas habían caído como piedras en la tierra. El cielo, negro, sombrío, se extendía cubriendo al mundo.
Corriendo, me dirigía al puerto de aquel mundo. El pelo se me pegaba en la piel, estaba húmedo aún. La carrera que dí desde el corazón del bosque se hizo interminable, y apenas llegué al puerto me sentí cansada y asustada. ¿Qué pasó mientras me quedé dormida? No tenía pinta de que lo fuese a adivinar pronto. Tiré de mi cuerpo hacia el muelle, vi que mi barco estaba allí aún, blanco e intacto. Las olas hacían que bailase como si estuviera vivo. El faro se apagó. Hay veces en las que todo ocurre en décimas de segundo, sin tiempo para reaccionar simplemente actúas. Ésta fue una de ellas. Me tiré de cabeza al mar agitado, nadé hasta la parte de atrás, me impulsé y subí. Corriendo con los pantalones encharcados, llegué hasta la cabina del capitán. Puse rumbo a mi mundo, quería irme de allí.
Mientras navegaba hacia mi mundo, me volví a dormir. Estaba tiritando, congelada. El barco se movía, meciéndome. El agua susurraba palabras que no llegué a comprender, el cielo no tenía Luna, ni estrellas. Choqué con algo. Una ola lamió la proa como una lengua, escupiendo agua y sal a la cubierta. Una luz leve y fría pasó sobre mis párpados. Abrí los ojos, era mi faro. Al fin, mi barco era fiel a mí y mi mundo era mío, luego no hubo pérdida. Como siempre, fue fácil encontrarme a mí misma. Até el barco al muelle con un nudo cualquiera, me desnudé completamente y me presenté a las puertas de mi castillo. Las abrí épicamente, con los brazos fuertemente extendidos, entrando una débil luz por la puerta. En el suelo se proyectó larga mi sombra oscura.
No vino nadie a recibirme. Mi trono estaba vacío, la corona, mordida por las ratas. El polvo y las arañas habían hecho esculturas de suciedad en las esquinas del castillo. Quise creer que era un sueño, cerré los ojos y los abrí con miedo. Todo seguía igual.
En una de las habitaciones de mi castillo, vivía antes mi ego. Había venido para pedirle consejo. Subí las ciento quince escaleras, pisando los escalones de tres en tres. Me coloqué delante de la habitación nº 0. La habitación más oscura de todo mi mundo. Y la más alta. Contuve el aliento, saqué pecho, mi corazón latía sin ritmo, como quería. Llamé dos veces a la puerta. Estaba cerrada, mi ego gimió y no me abrió. Pero no gemía de placer.
De una patada, derribé la puerta. Las astillas cayeron en un charco de sangre. Mi ego estaba atado con cadenas en la pared, sin ninguna ropa. Su piel era negra y sus ojos, negros. El pelo le caía sin gracia sobre el hombro izquierdo. Estaba respirando aire, espirando luz y polvo. Me asusté cuando vi que no era humo negro lo que respiraba ya. Me acerqué, le besé y respiré su aliento de luz. Él apoyó la cabeza sobre mi hombro, dejando la boca a la altura de mi oído.
- Vuelve al Mundo de Ébano.