1.15.2012

Nada.

Cerró los ojos a un paisaje de soledad, la lluvia espesa caía en el pelo. Hacía que pesaran los mechones sobre la cara, y los párpados temblasen con cada gota. No pasó nada. Los ojos cerrados, la barbilla agachada. El pelo rizado estaba oscuro y lacio por la lluvia, apelmazado en mechones por la cara y los hombros. Las nubes no se iban, querían animar un poco y por eso lanzaron todas sus buenas intenciones sobre ella. Pero las buenas intenciones, al salir de las nubes, se transformaban en gotas de agua fría, que endurecían la situación desesperante de la fémina. La sangre del interior de sus venas fluía apática, sin sentido, en un camino hecho al nacer. Las gotitas de sangre caliente se iban helando al salir del cuerpo, se unían a la lluvia y marchitaban como rosas mustias.

No había más sueños que los de su cabeza, no había más vida que la de su corazón. No había mas miedo que en sus palabras, no había más tristeza que en sus ojos. Y por eso los cerraba, los cerraba ante la felicidad. Cuando la felicidad se asomaba como el sol de madrugada, a su ventanita blanca... Ella echaba la cortina y se tapaba. Quién muerto en vida no iba a poder cantar. Quién vivo, entre los muertos, no iba a poder gritar. Y quien, vivo entre los vivos, no iba a poder callar. Callando las injusticias, silenciando las falsas promesas, huyendo de los roces, escapando del desengaño. Queriendo vivir en una burbuja me hallo, una burbujilla de hielo y cenizas. Una burbujita de sueños y despertares, una burbuja. O una capa de pompitas, como las que cubren a los objetos frágiles. Pompitas de plástico que tanto nos gusta explotar, pompitas más importantes a veces que los propios objetos delicados. Cerré los ojos, un día gris, oscuro de invierno.