Me dijeron que no abriese aquella puerta. La curiosidad se me clavaba en las entrañas. Abrí la puerta y la niebla me rodeó, creando cuatro paredes de un muro blanco.
De repente mi sangre brotó de las venas, chorros a presión, manchando la niebla y tiñéndola de rojo. Caí de espaldas, se cerró la puerta detrás de mí. Olvidé mi nombre, el de mis padres.
Detrás de la puerta había un espejo, en él, mi reflejo impregnaba el aliento tras el cristal, observando mi cuerpo mutilado y la sangre flotando, mezclada con el humo blanco.
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Todos tenemos un alter ego, una bestia oculta en nuestro corazón, que explota en algunos momentos. Esta bestia se forma a partir de las circunstancias que nos han ido creando como personas, parte de la bestia es herencia de las bestias de nuestros antepasados. Hace poco mi bestia quiso derramar sangre de otras personas, devorar corazones.
Comienza un proceso de invocación a la bestia interior:
Primero, despiertan en mí todas mis ideas de misántropo.
Detestando la raza humana y la sociedad, estoy preparada para el siguiente paso, el de la sangre. Todas las malas ideas se aglutinan en el cerebro, se crea una energía que hace estallar el corazón. Energía del Caos, que busca romper y destrozar todo a su paso. Se unen las ganas de matar con las ideas de cómo llevar a cabo la muerte.
Finalmente queda un último rasgo, una pregunta que me hago a mi misma, en cuestión de nanosegundos. ¿Me debería controlar? Entonces me apago con solo pulsar mentalmente un botón. El ser humano tiene la capacidad de autocontrol, esa capacidad que nos previene de llevar a cabo la mayor atrocidad ideada por nuestras mentes.
Relajada, suspiro.
La primera vez que mi alter ego explotó, fue como una vacuna contra las demás posibles veces. Me redimo y me controlo, mis gritos sólo son del folio, como decidí aquella vez que exploté.