Estoy sentada en un banco del parque. No estoy pensando en nada en concreto, los días oscuros vuelan lejos como paños de seda, acariciando cicatrices de heridas que creía incurables. Nada será para siempre, nada se irá para siempre. El pequeño secreto de un pintor es un lienzo blanco, que va coloreándose con trazos de distintos pinceles.
A mi espalda tengo un castillo que se levanta hacia un cielo en el que hay un dragón. Los ladrillos son firmes, las formas sublimes. Sin embargo, el dragón se sostiene en el aire con las alas desplegadas por completo, y rompe toda la serenidad del paisaje.
En frente mía hay un gran agujero en el suelo, donde niños pequeños juegan y se empujan entre ellos. Han decidido rascar en el tronco de mi árbol de carencias, pero no comprendo sus motivos. Si me arañan la piel, mi sangre será la misma en heridas diferentes.
Apoyo la barbilla en el banco, acaricio las tablas. Yo también quiero hurgar en mis heridas, pero la sangre me da miedo. Tengo miedo de regresar al hotel donde clasifico a la gente según va entrando o saliendo de mi vida. A él puedo volver herida o sin un rasguño, pero sé que hay muchas cosas que han cambiado en muy poco tiempo, y no he estado supervisando esos cambios. Sé que en uno de los cajones de una habitación tengo guardadas cosas que alguna persona se olvidó al marcharse para siempre, más cosas que recuerdos. Y muchas habitaciones están ocupadas con recuerdos, y sin sitio para nadie más.
El camino desde el parque al hotel no se me hace tan largo, he ido pensando en mis cosas. Ahora entro por las puertas de cristal, y lo primero que veo es la recepción. Una recepción mucho más grande que la que hubo hace un tiempo atrás. El ambiente es más frío, más sobrio. Ya no entra tanta luz por las ventanas. A la izquierda están las escaleras, inundadas de agua. Hilos de agua resbalan formando pequeñas cascadas en los escalones.
De repente recuerdo un sueño que tuve, donde morían ahogadas muchas de las personas a las que aprecio. Recuerdo que extendí la mano en el agua profunda, y rescaté a un simple gato blanco. Salí de la cueva con las manos vacías, porque el gato huyó de mí, por lo que regresé a por las personas que sabía que estaban en peligro. Poco a poco me extendían sus manos frías, insensibles. Todas las personas estaban muertas, y no quise salir de allí.
Con un sentimiento de melancolía inexplicable, me decido a subir los escalones mojados. Estoy descalza, y el agua helada entre los dedos me hace dudar. A medida que avanzo todo está más oscuro. Mi hotel se está inundando, ahora estoy en el primer piso y el agua ya me llega a los tobillos. Tengo miedo, todo se parece mucho a aquel sueño. La recepción está completamente hundida, los papeles están suspendidos en el agua, por todas partes. Tengo la opción de buscar el motivo de la inundación, y destruirlo, pero prefiero contemplar la experiencia ahora que la vivo, por mucho miedo que pueda tenerle.